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Cathedral Pews


El Ministerio de la Música

El hecho de que yo sea ministro de música es un verdadero milagro de Dios, porque mis capacidades musicales son bien limitadas.

Sin embargo, y para que quede bien claro que el mérito no es mío, Dios me escogió y he tenido la dicha de poderle servir en este hermoso ministerio que da vida y gozo.

Apenas había cumplido quince años cuando el Padre Casabón, párroco de mi pueblo, me pidió que ayudara al coro, tocando la primera nota de las canciones.  Yo había estudiado un poco de piano, aunque era un terrible alumno porque detestaba el solfeo y era muy torpe, pero no había nadie más.  Recuerdo que era semana santa.

Después de la primera nota toqué otras y otras y otras más y finalmente terminé dirigiendo el coro.

Esta era la época del Concilio Vaticano II y había que aprender cantos nuevos en español.  Salieron los discos de Lucien Deiss, que me encantaron.  Cayó del cielo un folder azul que la Comisión de Liturgia produjo de forma excelente y veloz, con muchos cantos traducidos del latín y actualizados.  Apareció la Misa de Aragüez y la de ritmo cubano de Jaime Ortega.  Nos aprendimos unos tonos rectos y empezamos a cantar los salmos y oraciones de la Misa.  Ensayamos mucho y nos aprendimos toda aquella música nueva que sonaba auténtica y vibrante.  La cantábamos en las celebraciones y en los encuentros juveniles.  Teníamos voz y ganas.

Al mismo tiempo ya sonaban las canciones del Hermano Alfredo Morales, Perlita Moré y el Padre Pelly.

A mediados de 1970, el Padre Santiago de la Iglesia del Carmen en La Habana hizo una convocatoria para un festival de coros y pedía cantos nuevos.  Yo me tomé en serio aquello de los cantos nuevos y me enfrasqué en ponerle música al salmo 147 y al poema del Amor en la primera carta de San Pablo a los Corintios, capítulo 13.  Aquello me tomó semanas y andaba de un lado para otro cincelando nota a nota.  Fue un trabajo arduo.  Tan trabajoso y agotador como aprender a montar bicicleta.  Formamos un coro de toda nuestra vicaría y nos reunimos varias veces para ensayar.  Yo tocaba el piano y Albita dirigía.  La noche antes del encuentro fuimos a la Iglesia del Carmen para un ensayo final y aquello sonaba terrible, pero al día siguiente Dios hizo que saliera bien.

Un par de años después, no sé cómo, caí en la comisión diocesana que preparaba el Año Santo de 1975, y me pidieron que hiciera un himno.  Y de nuevo al taller a cincelar nota por nota.  Y como yo no sabía hacer himnos, salió un son cubano.  Aquello era difícil de cantar porque estaba lleno de síncopas y vaivenes, las estrofas no eran del mismo tamaño ni tenían la misma música, pero al final muchos pudieron cantarlo.

Entonces ya empezaban a sonar las canciones de Roger Hernández y de Rogelio Zelada.  Se hacían cantorales.  Yo no sé si era porque era joven, o por la época, el caso es que yo vivía en aquél mundo de música nueva y compromiso sincero de vivir y cantar, como de ‘lex credendi, lex cantandi’

Así fue que, en 1976, después de haber dado muchos martillazos haciendo partes de la Misa y otras canciones, tomé el dictado de la Iglesia de Cuba y puse en palabras y música lo que queríamos todos: ser una luz para el mundo.  Cuando terminé la canción en mi piano que ya tenía mucho comején, fui a casa de Mara y se la enseñé en el piano muy desafinado de sus vecinos.  Luego los seminaristas la aprendieron.  Diez años más tarde me estremeció escucharla como canto de entrada de la Misa de clausura del ENEC. 

Hace ya cuarenta años que hago canciones litúrgicas y que disfruto de este maravilloso ministerio.  Si algo lamento es no haber hecho más.  Espero que este tiempo haya sido sólo la práctica para poder un día unirme al coro que alaba eternamente al Señor.